By María Eugenia Morro Geras
¿De casta la viene al galgo? En esta entrada, se narra como mi bisabuelo León tocaba la dulzaina en sus años mozos: Mi abuelo tocaba la dulzaina
Mi gran vocación frustrada es la música. Puedo dedicarme a muchas cosas y se me han dado bien, pero sé que es en lo que realmente habría sido buena; para lo que había nacido. Tengo oído absoluto, y toda mi familia siempre me decía: “qué buen oído tienes”.
Desde niña, ya con 5 o 6 años, fui una vez con mi madre a una tienda de música que había en el barrio, y como sabía leer, vi un cartel en la pared anunciando que se impartían clases. Tiré y tiré de su chaqueta hacia abajo para que me apuntara, pero no me apuntó.
En los años 70 era bastante difícil que los niños y niñas saliéramos del Barrio de Madrid donde vivíamos, para acudir a algún centro a estudiar música, y no digamos recibir lecciones particulares para alguien de clase media. Lo consideraban un lujo, que siendo cuatro hermanos, no se podían permitir.
El Conservatorio estaba lejos, y no existían las Escuelas de Música que hay hoy en día por todos los distritos.
Con 13 años era del coro de la iglesia. Yo solamente cantaba, pero tenía compañeras de clase que tocaban la guitarra. La AMPA (Asociación de Madres y Padres de Alumnos), organizó unos cursos gratuitos de guitarra en el colegio. Sólo tenías que llevar el instrumento. Me quise apuntar, pero fue imposible, porque no me compraron la guitarra española.
Mi sueño era dedicarme profesionalmente, tocar el piano en una orquesta sinfónica, y en mis ratos libres componer, desde pop a bandas sonoras, y sabía que tenía que dedicarme en cuerpo y alma a unos estudios largos y complejos, pero no me importaba; era tal mi empeño y absorbía todo como una esponja, que no veía ningún obstáculo.
Me regalaron un pianito Casio PT-88, con el que tocaba melodías de carrerilla. Me decían: “Toca ‘Solo ante el peligro’”, y sin ningún ensayo previo, mis dedos se deslizaban por las teclas y conseguía sacar la canción.
Cuando iba a ver a mis abuelos paternos, les “deleitaba” con mis conciertos, atendiendo sus peticiones, que sobre todo eran pasodobles y la preferida de mi abuela, “La Violetera”.
Llego a la época del Instituto, con 14 años 1º de BUP, donde ya había una asignatura oficial de música. Fue el desastre. Teníamos una profesora a la que llamábamos la “pera”, por su figura similar a dicha fruta, y que no sabía enseñar, no aprendimos nada de solfeo, ni entendíamos de compases, y por más que ponía música clásica no nos enterábamos de nada. Mucho menos estudiar con agrado la vida de los grandes compositores. Los chavales la tenían amargada, tirándole tizas y haciendo mil diabluras, y ella se vengaba suspendiendo a toda la clase.
En resumen, no aprendí nada.
En la etapa adulta, me fui olvidando del tema, centrada en otros asuntos. Era evidente que la música a nivel profesional se había acabado para mí. Me dediqué a la Informática y eso me llevaba todo mi esfuerzo y tiempo.
A los 27 años o así, encontré en casa una flauta dulce de madera oscura, y empecé a tocarla una vez más de oído. Sabía que me “faltaban” por saber muchas notas, pero me salían unas melodías de lo más bonitas Mi repertorio era bastante variado, desde canciones de los Beatles como "Yesterday", al himno de los Confederados del Sur Americanos, el “Dixie” :P.
Flauta dulce de madera oscura que me encontré en casa, con la que empecé
Lo que pasa que molestaba al resto de habitantes y vecinos. Esa ha sido siempre la excusa para no haber podido practicar más. “¡Eres una pesada, para ya!”. Y claro, sin práctica no se puede mejorar.
Mi novio D. era un chico con el que compartía el amor por la música y el mismo sentido del humor, además de otros mil temas. Él tocaba la guitarra y cantaba muy bien, todo de forma autodidacta, buscando tablaturas en Internet, no con solfeo. Nos íbamos a los parques de su zona, y allí me daba unos conciertos divertidísimos. Yo le hacía muchas peticiones, y con la gran versatilidad de su voz, pues había trabajado en la radio, atendía a mis requerimientos. Muchas risas y buen rollo :D
En el verano de 2003 fui de vacaciones a Villabrázaro, y cuál fue mi sorpresa, cuando recibí una carta suya, un enorme sobre con una flauta dulce blanca y un cuaderno de partituras. Me dijo que en el pueblo ya era “libre” para practicar, que me fuera por lugares recónditos y diera rienda suelta a mi afición.
Conseguí hacerlo algunas veces. Cogía mi bici, me llevaba el “material”, y en lugares solitarios, me ponía a tocar. Recuerdo que uno de los sitios tranquilos era el camino antiguo de Manganeses de la Polvorsa a Morales de Rey, por donde pasa el canal. Ahí me sentaba en el borde y expandía mis pulmones.
Pero un día pensé que no debía irme tan lejos, que en el mismo término de Villabrázaro tenía que haber un lugar donde estar a gusto sin que nadie me molestara, algún sitio bucólico donde pudiera abstraerme en mis pensamientos, flauta en mano.
Decidí ir al Soto, al lado del río Órbigo, a las 4 de la tarde. Un sol achicharrante en pleno agosto y ni un alma por allí. Abrí mi cuadernito de partituras, en el que iba anotando de forma cutre las canciones que iba “sacando”, como se puede ver en la imagen, sin solfeo, solo poniendo “do, sol, fa, re”.
En ese ratito logré apuntar cuatro canciones: “Moonriver” de Henry Mancini; “La senda del tiempo”, de Celtas Cortos; “El Himno de la Alegría” de Beethoven y “Strangers in the night” de Frank Sinatra.
Estaba sentada encima de mi esterilla y mi toalla, en bikini, cuando de repente, apareció un coche a una velocidad increíble y pensé que me atropellaba. Frenó a un metro de mí. Salió una familia de padres e hijos, unos maleducados pegando gritos y saltos, corriendo hacia el río, y por supuesto, ni me saludaron ni se disculparon.
Prefiero no decir quiénes eran, sólo puedo apuntar que la matrícula era de Oviedo, pero ahí acabó mi aventura musical en Villabrázaro. No estaba dispuesta a soportar más gentuza que alterase mi paz. Así que no volví a probar ningún otro lugar, porque estaba claro que hasta en los sitios más raros, a las horas más intempestivas, aparecía alguien a jorobar.
Mi último intento por aprender a tocar el piano, fue apuntándome a un centro cultural de mi barrio en 2007. Me seleccionaron, algo que no era fácil, y pagué el primer trimestre, pero justo no pude acudir a las clases porque me coincidía con el horario de trabajo.
Cuando escucho tocar el piano a chic@s del pueblo, como Belén Mayo o Carlos Collado, me quedo extasiada, y siento una envidia totalmente sana. Sé que hay otros músicos, como los nietos suecos de Gracita (q.e.p.d), y muchos más que quizás desconozca, pero ¡olé! por ellos. Ojalá a partir de este post, más gente me pueda comentar su relación con la música o lo que significa en su vida.
Sólo sé que tengo pendiente algo antes de morirme, aunque sea ya por hobby: aprender a tocar el piano u otro instrumento, con solfeo, sabiendo leer partituras y para mi disfrute personal.
Gente maja de Villabrázaro, aparte de contar mi experiencia personal, ojalá se creara alguna actividad para que personas de cualquier edad pudieran aprender este arte, si es que a alguien le gusta tanto como a mí.
Hoy en día la musicoterapia es una manera de aliviar muchos males de todo tipo, también psicológicos, y ayudan a mejorar las habilidades cognitivas, con lo cual propongo desde aquí que se intente llevar a alguien al pueblo que imparta estos talleres.
Los sueños se pueden lograr, aún desde comunidades pequeñas.
“Hay dos formas de refugiarse de las miserias de la vida: la música y los gatos”. Albert Schweitzer, médico y filósofo.
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